Día del síndrome de Down: ¡Felicidades, Claudia!

21 Mar

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Hoy, 21 de marzo, 21 del 3, se celebra el Día Mundial del Síndrome de Down, en alusión a la trisomía en el par cromosómico 21 que hace que nuestros chicos sean tan especiales.

Es el primero de sus días que celebramos con Claudia, y en esta ocasión participo como firma invitada en el blog Neuronas en crecimiento de la Dra. Mª José Mas, una neuropediatra muy sensible con la discapacidad, a la que he tenido la suerte de conocer (virtualmente) gracias a las redes sociales.

Escribo en su blog sobre Claudia, Irene, Gadea, Clara, Sonia, Perico… y más miradas maravillosas. Las miradas del síndrome de Down. Para mí es todo un honor.

Aquí tenéis el post: En los ojos del síndrome de Down

Espero que os guste. ¡Feliz Día del síndrome de Down!

Terry Gragera
@terrygragera

¡Confirmado!

21 Feb

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Confirmado. Hay dos cosas que no se olvidan nunca. A saber: montar en bicicleta y ducharse en menos de un minuto. En estas últimas semanas doy fe de la segunda, y no porque Claudia sea una niña llorona, sino porque cuando hay un bebé en casa a las madres nos da por higienizarnos a un ritmo marcial que sería la envidia de Kim Jong-un.

Eso sí, que no cunda el pánico. Todas, incluidas aquellas que Ada y Teo denominaban “las partes privadas”, quedan per-fec-ta-men-te limpitas en ese entrar y salir del baño en el que la esponja no corre sino vuela mientras tú gritas cantando: “Ya voy, Claudia, cariño. Ya voooy… Debajo un botón, tón, tón… Del señor Martín, tín, tín…”.

Como declamaría Kiko Rivera, “así soy yo”. Una madre global, para qué nos vamos a engañar.

Además de las cosas serias y profundas que he descubierto gracias a Claudia, también me ha sido revelado, mira tú por dónde, que los años no pasan en balde. Cierto es que no paro de mirarla ni de achucharla y notaba yo que la vista se me nublaba. “La emoción, la emoción”, me decía. Hasta que pasadas las semanas, me caí del guindo y descubrí… ¡que tengo presbicia! Sí, queridos, sí, lo que viene siendo vista cansada. Vamos, que de cerca veo menos que Pepe Leches. Así que me paso el día acercándome y alejándome a mi niña para enfocarla bien.

Si a esto unimos la miopía traidora que ha vuelto a mis pupilas, me presumo un futuro de lo más molón poniéndome y quitándome gafas a cada momento hasta que las bifocales entren en mi vida. Virgensantadelapiedadbendita, con lo joven que soy y llena de binoculares.

Espero, al menos, que las dioptrías tarden mucho en llegar a la vida de Ada y no debute en la adolescencia como con la que suscribe, porque a veces siento que somos clones y me quedo boquiabierta ante la cantidad de semejanzas que tenemos, tanto en aspectos importantes como en coincidencias tontas, sin trascendencia alguna, pero que me admiran incluso más.

En mi época de estudiante miope yo era la del Bic Naranja (“Bic Naranja escribe fino, Bic Cristal escribe normal, Bic, Bic, Bic, Bic, Bic”). Sí, la rarita de la clase que tenía que escribir con punta extrafina. Pues bien, Ada también necesita bolígrafos de punta casi microscópica. A Ada también le producen sudores las faltas de ortografía, a Ada tampoco le gusta que le compre ropa (recuerdo la cara de estupefacción de todas las dependientas cuando mi madre insistía en llevarse esto y lo otro, y yo: “Que no, mamá, que ya tengo…”, pues Ada… igualita). Ada no soporta el arroz blanco, excepto cuando lleva colorante… ¡justo como su madre! Y pese a que algunas pruebas de gimnasia se le resisten, es de las mejores haciendo volteretas en el plinto… ¡Exacto, como me pasaba a mí!

Sin embargo, en la lotería genética parece que a Teo le han tocado todas las papeletas paternas (mente matemática, fortaleza física, habilidad manual, perfecta orientación…). A excepción de los celillos, donde entono el “mea culpa”.

Si os preguntáis si se ha sentido de “aquella manera” con la llegada de su hermanita, la respuesta es sí. Pero con matices. Por suerte, los episodios de inquietud han sido breves y controlables. Teo, un niño bueno, obediente (en la medida en que puede serlo un infante de 9 años) y colaborador, se convirtió por unos días en su antítesis: contestón, retador, rebelde… Como diciendo: “Voy a portarme todo lo mal que soy capaz para comprobar si, aun así, me seguís queriendo”. ¿Resultado? Mi santo y yo captamos la indirecta y nos lo llevamos a los bolos, al McDonald’s, al cine… Es decir, sobredosis de atención y cariño, tras lo cual, nunca más se supo de la pelusilla post-hermana, pues efectivamente confirmó que sigue siendo nuestro Niño.

Así que como veis, gozamos de estabilidad familiar y genética. Me pregunto cuáles serán los gustos y las aficiones de Claudia en un futuro y si romperán el empate. Por ahora, su ocupación favorita es comer, estar en brazos y recibir mimos.

Es tan adorable… Lo que más me gusta de ella es que cuando le digo “bonita” o “preciosa” o “cuánto te quiero” se queda muy quieta y cierra sus ojitos rasgados, esperando que vuelva a repetirlo, con carita complacida como diciendo: “Tú sigue, que merezco eso y mucho más”.

Y es verdad, nos sentimos bendecidos porque Claudia esté aquí. Sigue siendo, junto con Ada y Teo, el regalo más bonito que nos ha hecho la vida. Ainsss, cuesta tan poco ser feliz de verdad…

Os dejo por hoy, que me pide el cuerpo ir con mis peques. ¡Hasta la próxima, Periquitos! Y muchas gracias por vuestro cariño, que nos ha llegado al corazón.

Terry Gragera
@terrygragera

 

Claudia

31 Ene

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Cuando cumplí cuarenta años, mi santo (mi amor, mi media familia…) me regaló una pulsera preciosa de la que colgaban dos medallitas donde podía leerse Ada y Teo. Había una tercera sin grabar. Siempre supe que esa pieza luciría algún día en mi muñeca con un nombre.

Esa tercera medalla pertenece a Claudia, un maravilloso regalo que la vida nos hizo esta Navidad.

Durante algunos meses que nos parecieron eternos, permanecimos esperando una adopción especial. Queríamos completar nuestra familia ofreciéndonos a algún niño o niña con síndrome de Down que pudiera necesitarnos. Esa pequeña es Claudia, nuestra nueva hija, la nueva hermana de Ada y Teo, que ha sido recibida por ellos con todo el amor y el entusiasmo que ya habían mostrado sin fisuras durante el proceso. Los cuatro a una.

En tan solo un mes, Claudia nos ha enseñado tantas cosas… Es tan bonita, tan fuerte pero a la vez tan vulnerable que sólo despierta los mejores sentimientos de los que una casi no se creía capaz.

Porque además de haber nacido con síndrome de Down, Claudia tiene algunos problemas (importantes) de salud que habrá que ir resolviendo poco a poco. Y una no espera reaccionar con serenidad ante determinadas circunstancias de los hijos hasta que se ve en la obligación. Y una no se supone capaz de generar tanta resistencia optimista hasta que es una carita tan adorable la que se lo impone.

Así que quizá en este mes he aprendido de mí misma más que en mis 43 años anteriores. Asumiendo que la vida, Dios, el destino o lo que cada uno quiera interpretar, a veces decide por ti y te pide algo extraordinario, que seguramente no te imaginabas poder afrontar, pero que, dejando el miedo a un lado, es de lo mejor de tu existencia.

Volvemos a empezar con un bebé en casa. A saborear la deliciosa sensación de dormir a un niño en el regazo. A empujar un carrito. A tararear nanas. A calmar con un beso, o con mil. Y, comprobamos, de nuevo, y por tercera vez, que no hay nada igual en este mundo.

Claudia ha sido acogida con emoción y calor por nuestras familias, por amigos, por conocidos, por desconocidos y por vecinos (¡como ese tan discreto que me confesó que él sí me había notado el embarazo!).

Pero además de estas agradables sorpresas y reencuentros (¡Irene, tan lejos y tan cerquita!), también ha habido muy dolorosas decepciones. Porque tal vez se confunden necesidades (especiales o no) con problemas (terribles o peores). Y nos hemos dado cuenta de que Rappel, Esperanza Gracia, Sandro Rey y toda su corte tienen mucha competencia en esto de adivinar el futuro, sobre todo si es para pintarlo mal.

En todo caso, la balanza ha sido tan abrumadoramente positiva… Ahí han estado mis jefes, Rebeca y Jorge, de los primeros en enterarse de nuestro deseo (mucho antes que la propia familia), que no sólo me han facilitado asistir a las mil entrevistas que hay que pasar para ser idóneos como padres adoptivos, sino que me han sostenido siempre emocionalmente y me han animado y empujado hacia arriba como solo alguien que no tiene obligación de ello puede hacer. Para los dos y para todos los demás, nuestra infinita gratitud.

Ahora nos toca disfrutar de Claudia, de ese amor de niña con que la vida, Dios o el destino nos han obsequiado. Y quiero confesaros que estamos FELICES, con mayúsculas, a pesar de todas las complicaciones, a pesar de los malos tragos que tendremos que pasar, Claudia es ese regalo que te llena el alma, que nos ha llenado el alma.

Ahora somos cinco y no puedo querer más a mis otros cuatro corazones.

Intentaré contaros cosas, aunque me temo que no cada semana, Periquitos míos. Mientras, os dejo un beso para cada uno, que ahora me brotan sin parar.

Terry Gragera
@terrygragera

¿Quién no ha…? ¡Feliz Navidad!

18 Dic

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De entrada, voy a confesar algo impopular: ¡me encanta la Navidad!, así que esté o no en mi mejor momento, intento disfrutarla a tope, con todas las tradiciones familiares que nos empeñamos en cumplir año tras año, a pesar de que en estas fechas eres menos dueño de tu tiempo que nunca.

Pero para mí es una época maravillosa que me sirve para mirar atrás en el tiempo y darme cuenta de lo afortunada que soy.

Porque…

¿Quién no ha encontrado de repente en su bolso un coche de juguete o el último muñequito de moda cuando iba a sacar el monedero?

¿Quién no se ha maquillado en el coche o en el ascensor en tiempo récord después de haber adecentado a toda la familia?

¿Quién no se ha quedado petrificada delante del frigorífico preguntándose ‘y-qué-hago-yo-hoy-de-cenar-para-estos-niños’?

¿Quién no ha tenido que recoger del suelo mil veces: zapatos, pelotas, pelusas, macarrones, cojines, horquillas, lápices y otros enseres de incierta procedencia?

¿Quién no ha cosido rodilleras, eliminado “tomates” de los calcetines y comprobado que esa mancha de chocolate no sale, no, tal como había pronosticado?

¿Quién no ha tenido que disimular que se había olvidado de hacer raíces cuadradas y fracciones y que eso de los morfemas flexivos le sonaba a puro y genuino chino mandarín?

¿Quién no ha deseado ver una película de mayores para acabar sonriendo ante la enésima de Disney mientras intentaba no perecer sepultada por una montaña de abrigos?

¿Y quién no se ha sentido exhausta en el sillón, pero ha pegado un bote a la voz de “mamá, tengo frío”?

Pues por todo eso y mucho más, esta “quien” se siente feliz y cruza los dedos para que en 2015 todo todito se vuelva a repetir.

A vosotros también os lo deseo.

Nos leemos en 2015, Periquitos. Que lo “pieis” muy bien.

Terry Gragera
@terrygragera

Rocío Palacios sigue allí

4 Dic

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Aún tengo agujetas de lo mucho que me reí con mis amigas del colegio el pasado fin de semana.

A saber: un grupo de cuarentañeras se reúne una vez al año para hablar de lo humano… y lo humano, y desde las 12 de la mañana juntas acaban a la una de la madrugada llorando de la risa mientras se resguardan de la lluvia bajo el toldo de una tienda de “sonotones”. No me es posible desvelaros ninguna conversación y mucho menos esta última, aunque podría haberla filmado Almodóvar (sí, pensad mal y acertaréis).

Es el tercer año que me encuentro con mis compañeras del cole y cada vez me siento más unida a ellas. Volver a verlas es como un pase directo a la infancia, a aquellos momentos en que todo era posible, en que la vida estaba empezando…

Una vez más cantamos el “Mil Albricias” en la Capilla del colegio, porque en aquella época no se nos ocurría pensar que existían otras celebraciones que las religiosas, y, oye, nosotras tan contentas. Éramos tan pías que en el recreo comprábamos reliquias de la Madre Cándida que, por supuesto, aún guardo, y con más motivo desde que la hicieron santa. Recuerdo cómo mirábamos aquellos diminutos trocitos de tela, sin ni siquiera encomendarnos a la beata. Los teníamos, y éramos felices por ello.

Era la época de la EGB en que estábamos más de 40 en clase y no se hablaba ni por asomo de masificación, ni pasados los años hay constancia de que aquello retrasara nuestro aprendizaje ni derivara en una terrible secuela profesional. La que quería estudiar estudiaba y la que no, se dedicaba a otros menesteres, sin más justificaciones externas.

Nuestros padres también eran distintos a como somos nosotros ahora. ¿Porque a alguien se le ocurriría siquiera plantear HOY que los alumnos limpiasen su clase? Pues nosotras lo hacíamos, y ha sido tanto el trauma que padecí por ello que lo había olvidado. Sí, adecentábamos las aulas los viernes por la tarde, y a nuestros progenitores no se les ocurría invocar a la Convención de los Derechos del Niño para echar por tierra semejante costumbre tan mundana. ¡Ay, cómo hemos cambiado!

Treinta años después de dejar el colegio, sigue en sus alrededores Rocío Palacios, al que veíamos a la ida y a la vuelta, mientras se peinaba las pestañas en los charcos. Sobre su historia corrían muchas leyendas: unos decían que era un médico que se había vuelto loco, otros que era rico… El caso es que durante todos aquellos años mantuvimos una respetuosa convivencia con ese hombre barbudo al que alguien (o tal vez él mismo) había bautizado con un nombre tan coplero.

No era un exhibicionista, pero vivía en plena vega, donde estaba nuestro maravilloso colegio, por eso a veces se vestía y se desvestía mientras pasaba el autobús o el grupo de niñas que hacían el trayecto a pie. Ahora Rocío Palacios estaría ingresado en un frenopático porque ninguno de nosotros permitiría que rondase (aun pacíficamente) cerca del cole de nuestros peques.

Hablamos de él y de muchas más anécdotas de “aquellos maravillosos años”, y acabamos cenando con Bitter Kas, esa bebida viejuna que yo creía que seguían fabricando exclusivamente por mí.

Así que las risas del final no se deben a ningún exceso de vino o de bebidas espirituosas, no creáis. Es lo que tenemos los jóvenes de más de 40, que nos juntamos y ¡quién dijo miedo!

Ya estoy descontando los días para nuestra quedada del año próximo. A perpetuidad, sé que el último sábado de noviembre seré feliz. Y tal como está el panorama, eso es más que un regalo.

 

Terry Gragera
@terrygragera

Amor verdadero

27 Nov

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Cuando nació Ada me parecía que no podría querer a nadie como la quiero a ella. Con un amor tan absoluto, tan gigante… Pero a los tres años llegó Teo y despertó en mí sentimientos no idénticos en la forma, pero sí en la intensidad.

Quiero a cada uno a su manera. Y eso me permite revivir el amor cada día: en los enfados, en los abrazos, en las indicaciones mil veces repetidas, en los besos de buenas noches, en los juegos, en el cansancio, en las risas, en las regañinas…

Por eso…

Siento un amor infinito cuando Teo se me acerca para decirme: “Mamá, mira qué coche más chulo”. Y mientras se aleja lo oigo: “Brummm, brummm”.

Siento un amor infinito cuando Ada me cuenta que le gustaría volver a visitar a ese niño calvito del hospital con el que ha pasado la tarde haciendo manualidades.

Siento un amor infinito cuando Teo me dice con ojos destelleantes: “Mamá, ya me sé mucho de la poesía”. Y recita: “Con diez cañones por banda/viento en popa a toda vela… ¡Ya está!”.

Siento un amor infinito cuando Ada me confiesa que es muy feliz, a pesar de que sigue llorando muchas noches por su mascota Lola.

Siento un amor infinito cuando Teo quiere compartir su hucha con todos los pobres que nos encontramos una tarde de paseo.

Siento un amor infinito cuando veo a Ada dormir abrazada a su almohada mientras pone la misma boquita de cuando era un bebé.

Siento un amor infinito cuando Teo dice que su primo favorito es Rafi, un precioso niño de 8 años con el que ha sabido encontrar un mundo común en el que ambos se buscan y se divierten, sin dejar hueco al autismo.

Siento un amor infinito cuando Ada me suplica “cinco minutos más” si le apago la luz para dormir y quiere seguir disfrutando un rato más de su lectura.

Siento un amor infinito cuando Teo me cuenta que tiene miedo y hablamos y hablamos hasta que se convence de que es todo un campeón, mi campeón.

Siento un amor infinito cuando a Ada y Teo se le iluminan los ojos al ver a un niño con síndrome de Down y saben vislumbrar todo lo bueno que hay en ciertas aventuras.

Y entonces siento que mi amor infinito se puede multiplicar aún más. Gracias a ellos. Que me han enseñado lo que es el amor verdadero.

 

Terry Gragera
@terrygragera

En la báscula con Miguel Ríos

20 Nov

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Por más que me miro al espejo no me reconozco en esa viejecilla que mis hijos parece que ven en mí. ¡Si estoy tan lozana que podría pasar por la hija de Demi Moore…!

Pero me temo que para Ada y Teo soy una madre distinta. A saber, una señora ya mayor (que no en-la-flor-de-la-vida), con unos kilillos de más (que no estupenda-pese-a-dos-partos) y un poco demodé (que no llena-de-experiencia-y/o-sabiduría).

Y no es que mis niños vayan con el dedo acusador por la casa: “¡Viejuna, viejuna!”. Ellos simplemente lo han interiorizado, y, oigan, de qué manera.

Por eso cuando el otro día les dijimos que íbamos a un concierto de Miguel Ríos, “un cantante de nuestra época”, a Teo no se le ocurrió otra cosa que soltar:

¿Pero sigue vivo?

Esto me hace pensar que callan más de lo que dicen. Aunque a veces dicen más de lo que deberían callar.

Segundo asalto. Estamos delante de una báscula, ese engendro creado por el maligno para torturarnos domésticamente sin piedad. Yo me negaba a pesarme, más que nada para no echar por tierra el día entero, pero Teo insistía: “Venga, Mamá, pésate”.

Que no, Teo, que no me apetece.

Tranquila, Mamá, si llega hasta 120 kilos…

Tengo el corazón muy muy fuerte. Y el aguante. Y la paciencia. Porque no lo castigué a perpetuidad sin tele. Y hubiera estado más que justificado.

Les he revisado la vista y, nada, sin rastro de miopía. He buceado en su psique en busca de traumas con mujeres obesas, y tampoco. Mis niños me ven así con la mirada totalmente limpia. Snif, snif.

Lo único que me consuela es que a veces su mente se confunde, demostrando que aún tienen mucho que aprender. Y entre esas cosas espero que sea que su madre es una mujer espléndida a los “40 y”.

Tercera escena. En el coche. Radio puesta. Canción melódica sonando.

-“Esta canción es tipo Durex”, comenta distraídamente Teo.

Mi santo, un hombre acostumbrado a emociones fuertes, embraga (nunca mejor dicho) al máximo, mete quinta y espera agarrado con las dos manos al volante con profusos sudores fríos cayéndole por la frente. No se pone la pastilla bajo la lengua porque no disponemos de ella. Silencio en el vehículo.

-¿Y qué es eso de Durex, Teo?

-Yo qué sé… Una colonia que anuncian en la tele…

¡Uffffffff!

Afortunadamente, nuestro Teo sigue siendo un niño y aún le queda mucho por descubrir. Entre otras cosas, que su madre es una señora estupenda de 40 (ejem, ejem). Y que no hay que creerse lo que proclama la publicidad.

 

Terry Gragera
@terrygragera

A mi Yaya, de su Teresilla

13 Nov

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Mi Yaya hubiera cumplido 100 años esta semana. Quizá porque es una fecha tan significativa me acuerdo de ella aun más de lo habitual, aunque confieso que en estos 11 años desde que se fue ha ocupado mi pensamiento al menos una vez cada día.

Mi Yaya es la esencia de ese amor verdadero que se tiene, además de por los hijos, por casi nadie. No fue una abuela especialmente cariñosa, ni especialmente divertida, ni tan siquiera dadivosa. Mi Yaya estaba en casa, sentada en su sofá, con su bata y sus calientapiés de lana y desde ahí se hacía querer a rabiar.

Es la única que me ha llamado otra cosa que no sea Terry. Bautizada como Mª Teresa Ana Asunción; el primero como mi madre, el segundo por el día de mi nacimiento, y el tercero, en honor a mi madrina, me quedé con Terry para no crear equívocos con mi progenitora. Terry para todos, menos para ella, que siempre me llamó, hasta el final, Teresilla.

Yo también en sus últimos años dejé de llamarla Yaya para llamarla Tiki, porque me gustaba tocarle la piel caída y suave de su cuello y jugaba a pillarla como cuando corres tras un niño pequeño (“¡que te cojo el culo!”), para acabar con sus perfectas carnes flácidas a mi alcance: “tiki, tiki”.

Mi Yaya, mi Tiki, nunca me llevó al cine, ni a tomar un helado, ni me leyó un cuento, como hacen las abuelas modernas con sus nietos. Ella sólo estaba. Con su carga de vida encima, que no aireaba ni ocultaba. Por eso cuando le preguntaba: “¿Cuántos años cumples, Yaya?”. Ella respondía: “72, y lo pasado pasado”, y al año siguiente: “73 y lo pasado pasado”. Y así cada vez.

Vivió hasta los 88 años, los últimos con una adorable demencia senil que lo mismo la llevaba a guardarse una loncha de jamón en el vestido que una pera en el edredón. Por eso tuve que convencerla muchas veces, foto en mano, de que había sido convenientemente invitada a nuestra boda y que allí había estado. Aun así me dijo: “No quiera Dios”, cuando le conté que estaba embarazada de Ada. Para ella yo seguía siendo Teresilla, la niña que le decía Tiki-Tiki y que le pedía dinero para un pastel los viernes por la tarde.

Como una dama de la alta sociedad, cada semana se leía el Hola a conciencia, aunque cuando llegaba a la pobre Lady Di siempre decía: “¡Pero qué nos importa a nosotros Lady Di!”. Y tal vez tenía razón, pero el viernes siguiente (porque entonces las revistas del corazón llegaban para el fin de semana) la volvía a comprar, para suspirar minutos más tarde: “¡Pero qué nos importa a nosotros Lady Di!”. Estoy segura de que si le hubiese escrito al director del Hola con su primorosa caligrafía y sus modales refinados, él hubiera mandado a la princesa triste a las páginas de crucigramas con tal de no hacer enfadar a mi Yaya.

Uno de los últimos paquetes de Reyes que recibió fueron los vídeos de Lina Morgan en Vaya Par de Gemelas y similares fuentes de erudición. Se reía como una niña y era capaz de verlos una y otra vez sin recordar que los chistes estaban a punto de llegar. Mucho antes yo le había regalado un collar de perlas sin cultivar, que llevaba en todas las bodas, bautizos y comuniones, donde lucía su bolso marrón de piel y sus trajes, que seguía haciéndose en modistas, como en los viejos tiempos, para cada ocasión. Esa y la de comer pescado fresco cada día eran de las pocas costumbres del pasado a las que se aferraba una mujer que había tenido y perdido todo.

Cuando estaba ya muy malita, me dijo un día por teléfono, sin saber a quién se dirigía: “A ver cuándo vienes a verme”. Horas después cogimos el coche y llegamos al hospital. Yo sabía que era la última vez. Y así sucedió.

Cuando salí de la habitación le dije adiós para siempre. Y gracias, por permitirme sentir que una abuela es un regalo de la vida.

Voy a veces al cementerio a llevarle flores, intentando encontrar algo de ella, pero siempre me vuelvo vacía porque no está. Yo quiero el olor de mi Yaya, sus manos maravillosamente maduras, sus ojillos vidriosos tras sus gafas de pasta, su labio torcido, su pelo blanco con ondas como si Asunción (la peinadora que iba a su casa) la acabara de arreglar. Busco a esa Yaya perfectamente amorosa e imperfectamente humana de la que tanto disfruté.

Ya no está. Pero con esos cien años, y “lo pasado pasado”, me sigue enseñando cada día que es posible querer del todo y para siempre de manera absolutamente incondicional.

 

Terry Gragera
@terrygragera

Un Halloween demasiado real

4 Nov

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Admito que somos unos blandengues y que hemos sucumbido al “truco o trato”. De hecho, es una fiesta grande en casa, y los niños la esperan y la preparan durante semanas.

Muy distinto a mis recuerdos infantiles cuando acompañaba a mis padres al cementerio a poner flores y a adecentar la lápida de mis abuelos según se acercaba el Día de Todos los Santos. No me traumaticé por ello, no, pero entiendo que los jovencitos de hoy prefieran el jolgorio al drama. No es lo mismo ver a tus padres lógicamente cariacontecidos que contemplar cómo tu madre muta en enfermera zombi y tu padre en el hijo de Frankestein.

Así que, dándolo todo una vez más, preparamos la fiesta de Halloween a conciencia con un menú de lo más suculento: magdalenas envenenadas, jugos gástricos, meado de camello, agua de alcantarilla, vómito de calabaza, bastoncillos usados con cera de oídos, tiritas infectadas, sangre en jeringuillas, mini momias y gusanos de muerto, entre otras delicatessen que abren de por sí el apetito.

Pero la tarde se torció, y de qué manera, cuando Lola, nuestra (segunda) cobaya, dio muestras de no estar para muchas algarabías. Tras la pertinente visita al veterinario, nos la llevamos a casa para dejarla descansar en la habitación más tranquila mientras esperábamos a los diez niños convocados para celebrar con los nuestros el jalogüin.

Os reconozco que ese día sí que fuimos generosos porque acabamos dando una fiesta para los amigos de nuestros hijos, ya que ellos, especialmente Ada, no se hallaba en sí y fue incapaz de disfrutar (¡igualita que su madre!).

Al acabar la velada vino lo peor. Descubrimos con nuestros peques que Lola había decidido vivir la noche de los muertos en el estricto sentido del término. Y dramón al canto, como no podía ser de otra manera.

Me di cuenta entonces cómo de mayor se está haciendo Ada, pues su llanto ya no era el de una niña al que se le ha ido su mascota, sino el de una “adulta en proceso” que se siente culpable por no haber estado con su cobaya en los últimos momentos. Y que, además, experimenta tristeza y rabia (su primera rebelión contra la vida) a partes iguales. Y  fui plenamente consciente de que está creciendo muy deprisa.

Así que esa noche, además de recoger restos del suelo como meados de camello y otras exquisiteces, y tras consolar el llanto inconsolable de Ada, mi santo, que cada vez se gana más el sitio, se dedicó a embalsamar a la cobaya Lola.

Como el resto de nuestras mascotas, y sin posibilidad de otro tipo, Lola tiene que ser enterrada en el campo de los abuelos, a 500 kilómetros de casa. Allí están Kira, la (primera) cobaya, Francis, el pollito, y algunos peces que aguantan el paso del tiempo envueltos en papel film.

Está bien tenerlos allí juntitos, bajo el nogal de la Casa del Árbol, pero cuando no hay previsto ningún viaje, la cosa se complica. Es lo que sucedió con Kira, que pasó varios meses en la cámara frigorífica de la gentil veterinaria, antes de que pudiéramos recogerla para darle esos funerales cuasi de Estado que mis niños organizan.

Así que volveremos a hacer kilómetros en cortejo fúnebre, pero esta vez con nuestra querida Lolita, e intuyo que Ada y Teo dejarán otra vez dibujos y cartas bajo la tierra para que quede constancia de sus sentimientos.

No me gusta ver sufrir a mis niños, pero si soy sincera, me alegro de que sean capaces de entristecerse incluso por una conejilla de Indias de apenas 300 gramos, aunque sea a costa de hacer rico al señor Kleenex estos días.

Es una forma de aprender que hay dolores que no se eligen y que hay que tolerarlos, a ser posible sin anestesia; algo que para una madre (protectora) como yo no es nada, pero que nada fácil.

Para que luego critiquen que Halloween es una fiesta de mentira. ¿Me lo dices o me lo cuentas?


Terry Gragera
@terrygragera

Mi cosmólogo particular

29 Oct

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Ca-no-ni-za-ción ¿En vida? ¡En vida si es menester! Canonización para el papa Francisco, que me acaba de resolver el enigma familiar más menesteroso con el que me encuentro a diario.

Sí, queridos, porque no hay noche en que Teo, justo antes de dormir, no vuelva con el tema del Big Bang, el Génesis y la dichosa colisión de partículas.

-Mamá, entonces, ¿cómo se creó el mundo: con el Big Bang o fue Dios?

Yo intento hacer un remix a lo King África y, aunque tengo tentaciones de contestarle:

-Booooooomba, para dormir esto es una booomba…

… Me muerdo la lengua y le digo que fue mediante el Big Bang, pero que Dios estaba primero.

-Ah, ya, osea –dice mi retoño- que se produjo el Big Bang, pero Dios estaba ahí pendiente.

Entonces asiento con la cabeza, mudita viva, a ver si puedo desviar la conversación, pero Teo insiste:

-Pero ¿cómo no le hizo daño a Dios la explosión?

Momento en el que, cual suegra incomprendida, me pongo a carraspear compulsivamente.

-Teo, este tema es un poco difícil, ¿no?

-¿Por qué? A mí me interesa mucho saberlo.

-Bueno, en realidad creo que lo del Big Bang es una teoría, y nunca llegaremos a saber lo que pasó.

-Pues sí, porque seguro que en alguna galaxia quedan partículas de esas y se puede saber…

“Lo que tú digas, cariño”, contesto como si fuera mi santo dándome la razón.

Pero mira tú por dónde, el Papa Francisco ha devuelto la luz a nuestras tinieblas y ayer casi palmoteo con las orejas cuando leí de su boca: “El Big Bang no contradice la intervención creadora divina sino que la exige».

Así que a partir de ahora, no pienso contestar otra cosa que esta, una y otra vez, una y otra vez, apostillada, eso sí, con un “dogma de fe, hijo, dogma de fe”.

Creo que mis dos polluelos tienen un gen raro que les hace cuestionarse este tipo de cosillas… de niños. Porque Ada ya me planteó hace años que dónde estaban los dinosaurios durante la Creación y Teo estuvo muy, pero que muy ocupado tratando de descubrir cuántas dimensiones tienen las sombras y si la nada existía.

Un gen o los dibujos animados que ven. Una de las dos cosas tiene que ser, os lo aseguro, porque a su padre y a mí no nos da por esas disquisiciones.

Ay, si no fuera por el Papa Francisco, mi cosmos seguiría preso del lío universal.

Terry Gragera
@terrygragera